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AUSTRALIA

Durante mi juventud soñé con marcharme a Australia, que mi imaginación presentaba como el último reducto del mundo virgen. A veces se me quedaba la imaginación ensimismada pensando en toda esa tierra semideshabitada, los desiertos y las selvas diferentes en todo al resto, y así muchas horas pasé creando un mito mientras alrededor se movía mi triste ciudad castellana de hombres cansados. Allá lejos los hombres de rasgos curtidos y arbóreos hablaban un inglés mascado lleno de expresiones personales y las mujeres rubias de aspecto de palo bebían la misma bebida que los borrachos del lejano oeste americano. Allí, en escenarios cortados a hachazos, podía coger uno un Jeep astroso y recorrer durante semanas carreteras perdidas sin atisbar una sola alma hasta que llegaba a un bar en medio de la planicie abrasada por el sol radioactivo y pedía una cerveza y entablaba conversación con los demás perdidos de los alrededores, cerca de Ayers Rock, la roca roja primigenia; y siempre eran amistosos de forma varonil, como hermanos de sangre. O bien te acercabas a Hanging Rock soñando con encontrar a alguna de las colegialas perdidas un siglo atrás, ese hermoso cuento falso. Todo estaba presidido por el sol ardiente, el más potente de la tierra, para el que las cremas de protección apenas servían y la piel, poco a poco, se encueraba y envejecía al ritmo de un cáncer seguro.
El Open de Australia era el torneo salvaje del tenis... Las olas azules, limpias, honestas refrescaban a los surfistas australianos, tan sanos como debieron ser al principio los californianos. Un continente sonriente, oculto (¿Que sabe nadie de Australia?), de personalidad fuerte y única, así era para mí. Camberra, Sidney, Perth, ciudades modernas de las que nadie hablaba, tan limpias, tan secretas. Me veía a mi mismo paseando por sus calles nuevas absorbiéndo su aroma y textura carismática. Los extraños aborígenes, oscuros y orgullosos, los animales de formas y maneras caprichosas como la locura del ornitorrinco, y saurios gigantescos y peligros mortales por cada esquina, que un pobre tonto como yo pensaba inofensivos, porque mi visión de Australia era un cristal de ilusión juvenil que nada tenía que ver con la realidad.
Y aún así de joven, durante muchos años, quise siempre marcharme tan lejos como pudiera, hasta llegar a Australia, ese lugar donde puede uno perderse y no volver a ser visto nunca.

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