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EL BUEN SEÑOR

El señor Alberto entró en la cocina, cortó una rebanada de pan y la metió en la tostadora. Después echó un poco de aceite en la tostada y completó la merienda de medianoche con unas tiras de jamón ibérico sobre el pan aceitado. Comió despacio, acompañándose de un vino ejemplar; al liquidar el aperitivo corrió a acostarse muy contento. Acababa de ganar unos cinco millones de euros para sanear sus cuentas corrientes, algo que tenía preocupado al buen señor Alberto desde quince días atrás, cuando la liquidez estaba en entredicho.
Era un lince para salvar los trastos: Había puesto de patitas en la calle a cien empleados negociando indemnizaciones menores, mentido como un bellaco en todas las reuniones, sobornado un poco por todos lados y había logrado estafar al fisco gracias a pequeñas fisuras de la legislación. La empresa estaba perdida, pero el dinero del señor Alberto no.
Las luces de su casa se apagaron y el señor Alberto durmió profunda y serenamente, como si hubiera trabajado alguna vez en su vida. Bien arropado, decidió irse con la familia en verano a algún paraíso de los mares del sur mientras la sombra del sueño iba nublando tan agradables proyectos.
Había dinero para seguir con los negocios y los placeres de la vida. Necesitaba buscar una buena iglesia para ir los domingos y comulgar, allá en la polinesia, pues era hombre de fe y hablaba mucho con Dios.
Aunque es imposible entender a qué tipo de Dios se dirigía el buen señor.

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