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EL RIO DE LA CIUDAD

En el principio era el río, y más que el río, un hilo aparente de agua que refrescaba tímido la tierra alrededor. Una tierra entre seca y frondosa, contradicción que no impidió a las gentes asentarse y crecer a su frescor débil como de murmullo enfermo. Este hilo que mueve discretamente la historia y su sequedad es fruto de los corazones tibios, tristes y desolados que gimen en un radio considerable desde el curso bajo del afluente discreto hasta su muerte no lejana: Manzanares es un río donde lo más grande es el nombre, precisamente; el nombre y lo que ha conseguido atraer en edificios e importancia, como si su autosuficiencia fuera tal que cada gota que vuela por su cauce tuviera la fuerza de mil gotas de otros ríos. Y cada noche las brumas invernales barren las alegrías y desgracias de los días interminables con promesas de prosperidad y recuerdos de esférica persistencia, quimeras al fin tan perezosas como insalubres.
No hay ejemplo mejor de incongruencia que dotar a este débil bosquejo de aguas con puentes suntuosos de resonancias distantes y limpiadores inútiles, porque la humildad de la bajada con sus patos y la graciosa moribundia de la ribera no admite negocios, ni requiere grandeza quien la porta en su silencio.
Estamos en la ciudad del río que nadie mira, un sinfín de hablas y dolor y risas, tan grande como quieras pensar y pesada como una losa con sus calles y su historia, más doliente que gloriosa.
Sí, en el principio era el río infinito para el que todo fluye lejos .

Comentarios

  1. Generoso eres, hermano, con ese engendro de la naturaleza. El Manzanares no es (ni ha sido nunca) un río, sino una cloaca y sólo lo salva de la mediocridad su curso alto.

    Nunca he visto un río mejor que el Ebro. Por la gente que baña, por los paisajes que atraviesa, por los afluentes que tiene la fortuna de recoger y por el glorioso final que posee.

    Saludos salvajes.

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