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EMPIEZA A LLOVER

Empieza a llover, mientras la carretera se extiende a través de la tierra plana y seca en línea recta, pues apenas merece la pena dar rodeos al paisaje de la meseta. Hay, a ambos lados de la vía, reductos arbolados, pequeños y tímidos, nunca muchos ni muy orgullosos, ni siquiera juntos; diríase que va cada planta a lo suyo manteniendo las distancia con sus vecinos. Y así se suceden los kilómetros, sin otra ocupación que acelerar y pasar cuanto antes estos lugares sin lustre, átonos, pobres, casi desesperados.
Sin embargo, entre el aburrimiento se impone cierta grandeza tal vez aliñada por la estribaciones que al final se adivinan, o si no por la casonas de piedras, algunas en ruina, que a ratos asoman entre los campos terrosos, escarbados, que asoman hasta orillar el alquitrán. Señales, marcas, indicaciones, anuncios en la ribera de la oscura vía recuerdan que hemos de vivir y salir de la agonía del trayecto.
Suena música en la cabina y los dedos y los labios juguetean con ella, en ciertas estrofas, estribillos, acordes. El toro en la loma, negro y orgulloso, brilla el pavimento con las gotas de una lluvia de septiembre, y brilla el toro. Un coche adelanta, y se puede ver el rostro macilento de los ocupantes.
Un perro corretea por el arcén, cerca de un tractor parado y vacío. Más adelante se observa el sol, una vez pasadas la nubes pasajeras, rayos de luz furiosa agrandandose hasta tocar tierra.
Y eso es todo lo que se puede sacar del camino, excepto que mientras distraído conduce el hombre, su cabeza empieza a trastear y poco a poco afloran al pensamiento asociaciones de ideas, recuerdos dispersos y profundas impresiones personales.
Pues no todo está perdido mientras se conduce.
Tras una recta infinita el camino se curva y cambia la dirección; la zona del sol está cerca, también las primeras fronteras de la ciudad, que se desparrama de repente ante los ojos del conductor.
Una ciudad que podría caber en cualquier otra parte...

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