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EN LA CAJA

La estancia se recrea en sí misma; ruido eléctrico frente a nosotros, las gentes junto a la luz cegadora que no cesa de emitir. Al principio una persona, luego dos y finalmente cuatro mirando, absortos, el manantial. Y no hay más luz que la del televisor de muchas pulgadas y gran definición. Los ojos limpios acaban por enturbiarse y comienzan a brotar de los lagrimales de cada uno de los miradores oscuro fluído, que mancha sus mejillas y resbala por el rostro hasta el mentón, y luego cae en cascada, manchando los cuellos, las camisas, el sofá.
Esta sangre de los ojos se reúne en el suelo y comienza a inundar el suelo, sale por la puerta y se une a la sangre que tranquilamente mana de todos los ojos televisivos del bloque de pisos, del portal, de la comunidad, del barrio, de la ciudad.
Y, poco a poco, se acumula en las alcantarillas, siendo el fenómeno altamente peculiar, pues nadie repara en esto.
Y los ojos sucios no dejan de soltar sangre negra, reflejo de lo que consiguen ver y entender. No hay expresión en las caras, hay nirvana.

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