Ir al contenido principal

LA CHARLA INFINITA

Bajo la escalera, no soporto el ascensor. Y aquí estoy: un tipo pequeño, insignificante, con cierta edad y cargado por años sobre este lugar llamado Madrid. Hace frío. Desde tiempo atrás, no demasiado, estos inviernos suaves me llegan al hueso y me quiebran, algo que antes no sucedía; pienso si esto es el inicio del declive y, en lógica, tengo años para que así sea. Ahora iré hasta la parada del autobús y el trabajo a las nueve. No sé si voy contento o triste: llevo quince años en la misma empresa y podría decir hasta dónde hay manchas en la pared y desde cuando, el momento exacto en que cambiaron este o aquel mobiliario y los hitos más importantes de los distintos años desde que presto mis servicios. Tengo incluso un pequeño recuento de chicas a recordar que han pasado por la oficina desde mi inicio de actividad. Seré sincero ya que el frío de esta mañana parece inspirar mi propio monólogo: Hace tiempo que dudo sobre el valor de mi aportación a la empresa o qué grado de responsabilidad es atribuible a mi capacidad. Cobro mi sueldo y voy a trabajar; ya no me preocupa la opinión de mis superiores, he visto pasar a demasiados. Por otra parte, si una persona pertenece a la raza de las ratas preciosas, es decir, la masa empleada en puestos sin energía, o mas bien, sin trabajo mental significativo, este es su puesto. Callado pasan los años y la gente aparece y desaparece sin grandes dramas, yo permanezco.
A fin de cuentas, a mí me gusta una sola cosa en la vida; me conformo con tener al menos una hora cada día para ser feliz con mi vocación. Todo está colocado para esa hora, donde mi pequeño ser se eleva y recorre con sus dedos avariciosos el objeto de su devoción.
Ya viene el bus, pronto romperé a sudar entre desconocidos....