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LA ABRASION

Desde temprana edad, muy temprana, yo desarrollé como parte de mi personalidad un tremendo, gigante, descomunal sentido de la culpabilidad que me ha marcado siempre; entre otros complejos y características, por supuesto. De tal manera mediatiza mi cotidianeidad que cualquier suceso -endógeno o exógeno, trivial o trascendente- provoca en mi pensamiento una reacción desbordada hasta dar con la causa última del suceso, que no es otra que yo, siempre yo. Como fallo que se precie la culpabilidad abarca mi entorno cercano hasta el universo todo, y no lo considero especialmente castrante sino suavemente limitativo de mis potenciales, puesto que al final se trata  de una introspección que raramente sale de mi craneo y dura poco si miramos caso por caso aunque es continuo en desarrollos: vivo en continuo conflicto de culpabilidad pero una de cada vez, nunca la misma.
Por esta razón y sólo por ésta considero mi abrasión un rasgo, agudo si se quiere, que a veces me da lástima de mí mismo y a veces me divierte. No puedo derrotarlo ni arrinconarlo y a lo máximo que aspiro es a minimizar sus efectos, tratando de acelerar el proceso de indagación y, sobre todo, el hundimiento del arrepentimiento por mi responsabilidad. 
¿A qué viene esto, te preguntas? Querido lector, viene a que, como no existes, yo vierto aquí mi terapia escrita y algún día lo repasaré; esa es mi motivación. De la misma manera que con este blog sin lectores confío secretamente en que llegará el día de mi consagración llena de parabienes y éxito incontestable, mientras llega el momento practico combinaciones estratosféricas y artículos sagaces inteligentes, chispazos de genialidad. Como la mayoría de nosotros no estoy loco, sólo enfermo.
Podría contar cómo de niño hacía alguna gamberrada e imaginaba tormentos terribles cuando fuera descubierto pero excedería con mucho el propósito de estas líneas.
Quiero decir que he estado buscando mi cuota de culpabilidad en esta crisis, de lo personal a lo general, y quiero sacarlo de mí en una especie de terapia amateur porque nunca he creído (orgullo y miedo) en la ciencia psicológica, y mucho menos en los charlatanes que hoy día se contratan para que animen nuestras decaídas voluntades. He pasado varias etapas de introspección de diverso pelaje, y lo único que se me ocurre es que, a fin de cuentas, mi responsabilidad en el desastre pandémico que nos ocupa es cero coma cero, pero a la vez soy una gota de la irresponsabilidad grandiosa que no ha llevado a lo que alguien calificó de "solución medieval" que supone el arresto domiciliario con pago incluído en que nos hallamos. Y soy culpable por la razones que te expongo en sucesión cronológica y luego extrapolaré al país todo.
De igual forma que yo en mi peripecia personal he acumulado méritos suficientes para caer al suelo estrepitosamente mi sociedad, con errores a su altura, se ha precipitado en un abismo de difícil diagnóstico.
Cuando se decretó el encierro yo tenía trabajo, un trabajo quizá alienado que había recibido por carambolas varias y que simplemente podía desempeñar con cierta brillantez y eficacia, la suficiente como para ser remunerado mes a mes durante algunos años. Pero un trabajo alimenticio y desmotivado, ésta es la verdad. Naturalmente y fruto de mi constante vital de andar desprotegido por la vida, mi trabajo era, y es parte es, una grieta en el sistema laboral: no tengo prestación por desempleo y no tengo nada firmado con mi matriz laboral. 
Soy el limbo laboral, error fatal número uno.
Consecuencia natural de esta premisa es que mi mente culpabilizadora empieza desde el minuto uno a señalarme el garrafal fallo vital mío y por lo tanto el inevitable hundimiento de mi pequeño Titanic. Ahí comenzaba el pánico pues mi debilidad evidente podría desembocar en desastre financiero y personal, pues eso es de lo que va la cosa.
Primer barranco.
Ocho días después recibo la llamada final. Fíjate que son ocho días. Tiempo suficiente para mi gen en desarrollar una tormenta mental gigantesca que remonta a los días de la infancia para desarrollar la papilla de culpa tan grata a mi pensamiento. Para cuando llegó yo estaba más que preparado para asumir la penitencia que ya sentía inevitable, imposible de soslayar. Fallos íntimos y defectos inarreglables que me dejan una extraña altura de miras para asumir dócil mi decapitación. La llamada fue, pues definitiva. Mi estado culpable unido a subjetivas certezas de múltiples desprecios y frialdad acumulada por parte de mi pagador (lo reconozco, muy imaginativas y exageradas) desemboca en dicha conversación en ruptura y nueva rueda de introspección culpable que echa un poco de sal en la herida sangrante. Baja la autoestima y crece el remordimiento. Y así estoy ahora, envuelto en riadas de angustia y reproches íntimos, como siempre que desarrollo en exceso mi sentido, y como siempre viene acompañado de la losa castradora de mi épica tremendista que es otra losa adherida a la principal. Reacción apocalíptica habitual tanto si me olvido de comprar el pan como si mato al vecino, siempre es igual la magnitud de mi autocrítica.
Y entonces viene la mayor: mi situación es perfectamente aplicable a nuestra sociedad desde lo particular a lo general. De la misma forma que mis asuntos cercanos son un cúmulo de despropósitos pequeños que traen en las corrientes el ahogamiento en la nada, los errores generales han causado y causarán el colapso total. Todos somos culpables de construir desde nuestra insignificancia hasta nuestra relevancia, según el caso.  Soy consciente de que esta abstracción que ahora presento anula muchos de mis exabruptos anteriores, que son consecuencia de la perplejidad del momento y por tanto yo mismo descarto y abomino tanto su ejecución pedestre como sus conclusiones garbanceras; no importa porque no valen un pimiento, me consuela que nunca serán leídos y tampoco es mi intención, claro.
Al grano: después de unos años de degradación y putrefacción, años de trincheras estáticas y soldados cada vez más deficientes todos nosotros pusimos al frente de nuestro gobierno a la persona menos apropiada posible. ¿Qué culpa tiene él? Pues ninguna. Somos nosotros, la sociedad, quien decide elegirlo ni siquiera directamente porque su gobernanza en la suma de votos aberrantes a gentes impresentables. Nosotros, los votantes.
Segundo barranco.
Fruto lógico de la decisión es la degradación absoluta de todo el tinglado, pero al aparecer la pandemia (fruto amargo a su vez de la falta de escrúpulos occidental ante un país profundamente anticivilizado, por otra parte), lo que en puridad iba a ser un descenso más o menos rápido se convierte en una carrera desbocada y en lo que somos hoy: una sociedad decapitada, igual que yo. Mi mente me dice que es poco probable que volvamos al estado de bienestar anterior cualesquiera que fuera, y tiendo a pensar en una sociedad, precisamente, medieval, con sus dosis de animalismo y violencia. Así estamos ahora, empezando a pagar con sangre errores cuyo origen se remonta a de
décadas atrás.
Yo no sé cuál puede ser la solución a este desastre y creo firmemente que no es la actual; pero puedo equivocarme: a saber cuántos muertos se me pueden oponer a mi ignorancia, probablemente dos o tres veces más de los oficiales. Por tanto piso prudente ese camino. Pero la conclusión no puede ser otra que estamos pagando lo que pedimos: degeneración y debilidad. Vendrán años nefastos para recordarnos lo inconscientes que fuimos y la maquinaria de culpabilidad masiva hundirá nuestro ego.
¿Qué falla en todo este razonamiento? la gente buena, que sale cada mañana a hacer lo que sabe hacer, a pesar de las increíbles trabas de las autoridades, tan inútiles como pueda imaginarse. La gente que merece la pena porque salvan vidas y haciendas, trabajan y no son reconocidas. No es una labor social, es una labor personal la que mueve la rueca, y esto es una grieta brutal a mis convicciones. 
Porque sé que a ésos debemos todo y no son más que partículas, como yo de este engranaje, que desde su pequeñez contienen como titanes la irreflexión e incapacidad de los gobernantes sin medios ni material, excepto sus manos y habilidad.
Ellos son mis amigos, aunque con su ejemplo pongan de nuevo en marcha mi maldita maquinaria culpabilizadora. Que Dios les proteja, empero.
Y aquí no magnifico nada, al César lo que es del César. 
Ellos, que saben quienes son, salvan nuestro mundo.