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LA ESTANCIA DEL PADRE

La habitación era pequeña. Había una cama, una mesilla y una silla donde dejar la ropa doblada. Sobre la mesilla un marco con la foto de una mujer joven sonriente, a blanco y negro, antigua. Una mujer joven. Siempre había un libro que cambiaba cada semana, más o menos. Un ventanuco filtraba cierta luz. 
No era un lugar lujoso, pero estaba limpio y cuidado. Un cuarto olvidado.
Nunca vi a mi padre en esa habitación, pero es el lugar que recuerdo cuando pienso en él, quizá porque era el lugar más inapropiado para un hombre como aquél, que parecía necesitar espacios gigantescos para brillar, y ciertamente era un hombre expansivo, muy peculiar. En los últimos años, me dijeron, dormía casi todas las noches en esa estancia, asido a la foto de mi madre. De hecho, murió en ella una mañana fría de febrero mientras yo estaba al otro lado del mundo.
Unos meses después de su muerte visité la habitación, en víspera de marcharme a otro país a trabajar. Fue durante el calor de agosto. Hice una foto y respiré el aire. La foto la tengo en mi propia mesilla de noche y me gusta mirarla justo antes de dormir.
A veces sueño que entro en la habitación y arropo a mi padre que gruñe. Mi madre, atrapada en la foto antigua, sonríe siempre. Y creo que, de todo lo que tuvo mi padre, era habitación era su más preciado tesoro, donde meditaba y dormía ciertas noches a la semana.