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SER FELIZ EN EL DESIERTO



 España es una cleptocracia casi modélica con apariencia de monarquía parlamentaria, de tal forma que cuando nos convocan a urnas lo que votamos es el grado de latrocinio que deseamos sufrir. De igual manera que se elige un color de jersey en la tienda sabiendo, por ejemplo, que el rojo destiñe más y el blanco saca más pelotillas, el votante de derechas sabe que le van a robar quizá menos y la presión al pensamiento es relajada, el votante de izquierda asume ser masivamente desvalijado y, de propina, sufre un bombardeo sobre su mente por cosas que al final le importan un pimiento. Y nada más sencillo que esta estructura social, fácil de mantener y extraordinariamente lucrativa para hordas de profesionales que viven a costa de la sangre y los sacrificios de los demás, los que pagan tributos no una vez ni dos, sino siete u ocho veces por el mismo concepto. Los que pueden se escapan a Andorra y más allá, y los que no sostienen a costa de su propio bienestar el sistema. 
 Y es maravilloso, porque la gente responsable y capacitada no se rebela ni sale a la calle a destrozar lo que ha pagado, sino que paga y paga y paga mientras pueda, esperando una contraprestación que nunca va a recibir. Lo más duro del asunto es tener que pagar la fiesta a los Iglesias, Echeniques, Sánchez, Monteros, Rufianes, Puigdemones y Oteguis de turno, que son, Dios mío, la imagen de nuestro país. Aún así, en todos lados vemos a las gentes de bien intentando, y en muchos casos logrando, ser felices en medio de este caos. Ergo hay gente que sería feliz en el desierto aunque le robasen el agua que saca del pozo. Gente feliz, fíjate qué curioso.