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LA TINTA DEL CALAMAR

 

Hubo un tiempo no tan lejano en que a los políticos sorprendidos en faltas graves les caía, rápida e inexorablemente, el aliento de la ley o la horca de la opinión pública. Como correspondía a aquellos días (no tan lejanos en realidad), el infractor asumía con cierta naturalidad los hechos y no se justificaba más allá de excusas más o menos peregrinas, ocurrentes con la esperanza -quizá- de generar alguna duda que evitase el descrédito total y permitiese al reo rehacer con cierta dignidad su actividad cualesquiera que fuese, incluso desde la simpatía pícara. Algunas veces, sin embargo, se dio el caso de políticos utilizando recursos propios de delincuentes vulgares tales como "creía actuar de buena fe" o "no sabía que fuese de nadie" e incluso la clásica "me tendieron una trampa" que todos (juzgadores y juzgados) aceptaban como parte de una representación sin mayor trascendencia que la folclórica, pero que no entraban en la balanza.
De súbito (o no) parece que se ha impuesto casi como norma el recurso de apelar a la ideología personal para justificar comportamientos personales; especialmente en la izquierda, aunque no exclusivamente como se verá después. Probablemente la implantación estratégica de tal argumento se deba, entre otras cosas, al error de justificar judicialmente en procesos digamos normales, no relativos a la función pública (en un giro absurdo carente de lógica) atenuantes como el manido de cometer un delito bajo los efectos de las drogas; perversión extraña que convierte lo que es un agravante en lo contrario. Por espitas como la citada el sistema ha colapsado y enturbiado el normal funcionamiento de la justicia, o como poco emite esa sensación extraña de lotería grotesca y espeluznante. La entrada en el escenario de un fuerte componente emocional erosiona aún más la claridad, con el ejemplo palmario de aquel juez que aprovechó una sentencia para introducir morcillas adecuadas a fin de facilitar la famosa moción de censura. Lo peligroso es que hay muchas sentencias más en esta línea, probablemente por el efecto de sobreabundancia legislativa que en mucho aspectos se contradice, facilitando fugas por todos lados hacia la inocencia y hacia la culpabilidad.
El caso de Mónica Oltra, reciente y significativo, pone de manifiesto la nueva forma de difuminar las culpas personales en casos concretos enmarcándolas en una suerte de causa general contra las ideas políticas; ciertamente es común verlo en la gente de izquierda, siempre atenta a triquiñuelas que resultan eficaces pero no exclusivo: basta con recordar la famosa -y pasmosa- reacción del presidente Rajoy en el debate con Pedro Sánchez cuando acusado por éste de ser un corrupto replicó enumerando los altos cargos por los que había pasado en los gobiernos, como si tal retahíla fuera garantía suficiente de limpieza gestora y personal. Volviendo a Oltra, cuya defensa de calamar es de manual, pretende y consigue enmascarar una evidente responsabilidad en una prolongada presión, aprovechando sus tentáculos de poder, para anular una investigación sobre su exmarido evitando ser salpicada. No es asunto de un día o dos, es prolongada en el tiempo. No es casualidad. Para justificarse recurre a su ideología, que supone un eximente; incluso tira de genealogía para demostrar lo imposible; si sus padres eran unos humildes trabajadores, luchadores contra el fascismo y ella misma lo es no cabe en cabeza humana que haya intentado por todos los medios a su alcance (que no son pocos) tapar un escándalo bastante grave que, de saberse, perjudicaría su carrera política. Cree demostrar obsceno siquiera pensarlo. Cree asimismo que el hecho de ser Vox parte de los acusadores es prueba contundente a su favor. Su militancia en el lado bueno hace inviable (o por lo menos no censurable) la posibilidad de delito. En esencia una argumentación muy semejante en el fondo a la utilizada por Montero para incorporar a su tropa a los condenados -estos sí-  Mayer Serra y Sánchez-Mato: son "buenas personas". 
¿Contradicciones? Pues todas las del mundo. La tinta que suelta Oltra es la misma que suelta Armengol en Baleares, curiosamente en un asunto todavía más grave pero en la misma línea (abusos a menores), y es más que probable que no acabe la semana sin que alguna de las dos (u otros compañeros) saquen a colación la pederastia en la Iglesia, porque es plausible que realmente tengan tan asumida la redención de cualquier delito que cometan gracias a su intachable ideología que no comprendan y mucho menos asuman con objetividad que el problema es su actuación personal no ya en el delito, sino en el encubrimiento criminal del mismo. Tinta para los demás, para ellos mismos, para sus seguidores y para sus enemigos. 
Estamos en un tiempo incierto, de cambio, y a veces todavía nos sorprendemos con la cínica apariencia de las palabras, obras, de las nuevas medidas de la moral. Miramos la cosa pública sabiendo que somos tan pequeños como insignificantes. No tenemos elección al habernos despojado de uno de los pilares de la vida, que es la justicia objetiva sobre lo que está bien y mal, el orden comprensible y comprendido. Los políticos han encontrado la forma de cometer delitos graves sin que un juez (o la opinión pública) sea capaz de pasar por encima de argumentos antaño insostenibles y abrir la llave de una celda. El conflicto surge cuando para ciertas personas la defensa desesperada es una suerte de comodín incongruente que, lamentablemente, se toma en serio, se pone en la balanza y se legitima.
Póngase a cubierto, porque en el delito de estas políticas quien ha salido perjudicado, y de qué manera, han sido gentes amparadas por el estado. Es decir, ciudadanos como nosotros.

Gracias por leer.