Ir al contenido principal

Nuestra vida. Impresión a las puertas de otro año feroz.

 


De niño y antes de entrar en la edad de la razón yo recuerdo las caricias de mi madre como regalos sagrados, y cómo lo agradecía sin palabras. 

Para un pequeño ser sin propósitos la protección de unos padres, el amor, la confianza y la seguridad eran hermosos privilegios a los que acudir cuando las horas se volvían tristes, la infancia en sus sombras. Así lo recuerdo, así lo guardo entre los tesoros de mi vida. Mis padres, adultos y responsables, se encargaban por mí de dotar racionalmente el tiempo nuestro cuando nos guiábamos, como es lógico y normal, por la intuición y las emociones. Nuestra ancla y ejemplo. ¿Acaso podría ser de otra manera?. A un niño le interesan los juegos, los sueños y las leyendas que su pensamiento desarrolla y los padres, los padres de verdad, se encargan de los demás y ésa es su función. No recuerdo reproches y tristezas de su vida cotidiana (y que me atañía también a mí y mis hermanos) hasta más tarde, cuando alcancé el uso de razón y ya empezaba a mostrar signos de egoísmo y exigencias impropias de una persona agradecida: ahí sí me corregían severos y contundentes y, sin contemplación alguna, trataban de hacerme ver que la vida no era esa caricia de cuando niño, la vida era dura y seca y peligrosa y con altísimo riesgo para aquellos que no comprendían que es imposible ir por el mundo cual burbuja intocable esperando recibir de los demás un trato de respeto tolerante, urbanidad y civismo y protección y qué se yo que ya no existe; eso queda reservado a los primeros años para algunos afortunados como yo. Lo normal es el dolor y la rabia en un entorno hostil y en ocasiones salvaje. Fuera están las bestias también, y esto también me lo enseñaron pero no lo aprendí: pensaba que el mundo conocía y respetaba los códigos, y llegado el caso se impondría el bien. Todavía hoy lo creo tercamente, o lo espero o lo deseo, no sé. 

Será por eso que entonces sentía la luz de diferente forma.

Luego en la pubertad entró como plaga la confusión y el reto de lidiar con el mal y el regular desde la autonomía personal; el sexo, la violencia, las faltas propias, el rechazo a las ideas de los demás y la rabia sorda de no saber dónde reside el buen camino. Aún resuenan en mi cabeza las críticas de mis padres y otros adultos a Felipe González, que nos gobernó 14 años, y antes a Adolfo Suárez. Mis padres eran católicos de pura cepa, de raigambre tradicional, y sufrían con los nuevos tiempos y sus expresiones de agresión a sus convicciones. Pienso que fue entonces cuando muchos de nosotros sentimos cómo nuestra alma empezaba a vagabundear entre muchas sombras, como en pérdida y sin claridad. La grisura de los tiempos.

-¿Por qué me cuentas esto?

Porque incluso los años de cambio y lo que vino después tuve claro que una persona del signo y voluntad que sea puede encontrar su isla y hacerla fuerte, aunque las palabras y los hechos de los demás, de los demás diferentes, intenten pudrir la esencia de uno, el núcleo del alma y su necesidad, lo que uno es o quiere ser al margen de modas y cambios sociales.

Porque el mundo ha pasado de racional a emocional en tan poco tiempo que diríase cancelada la variedad humana en beneficio de una sociedad plana y dirigida hacia algo ajeno a mí, extraño a mí, indigno de lo que conocí tantos años y no da respiro, no concede la gracia de la convivencia diversa. Y cada día me ofende más lo que veo y siento acerca de la condición humana, y creo que se debe a lo que vi y sentí de niño, que me gustaba, y no a lo que veo hoy, que me horroriza.

Porque las personas han dejado de creer allende sus sentidos. O porque no creen en nada en absoluto.

Porque de alguna manera las caricias se han vuelto ásperas y jugamos turbio o morboso, y eso da pena. Pena de habernos convertido en fantasmas que habitan parajes salvajes sin redención, donde no existe la diferencia entre el bien y el mal y todo es aceptación y nadie parece feliz en realidad; porque hemos vuelto a ser vagabundos emocionales sin alma y razón en los cimientos, carne y huesos en  descomposición banal. Pena de no considerar el legado de nuestro pasado, de antes de nacer todos.

Y porque esto es una impresión estúpida, a trazo grueso, que soy incapaz de explicar. Excepto el hecho luminoso de que amaba la mano que me cobijaba y la seguridad de las personas que me cuidaban, y el hecho que me hace odiar sin remedio los argumentos de estos años perdidos, ahora que ya somos por fin esclavos de caprichosos deseos. Los que han de venir. Los que han borrado, en apariencia, todos los códigos y normas aprendidos por las gentes durante siglos y que proporcionaban islas de esperanza, no solo de amor y confianza. Para los católicos y para los demás, cada cual en su historia pero sin quebrantar al otro. Por eso te lo cuento, porque somos borrones del tiempo en esta época sin valores, sin dignidad, sin destino sin historia.

Gracias por leer,